El sentimiento patriótico de cada uno es algo que puede
compartirse con otras muchas personas –con la misma o diferente
patria-. La patria es siempre motivo de orgullo propio y nunca debiera
ser causa de conflictos. La patria que sentimos como nuestra debiera
ser abierta, acogedora e imponernos únicamente la
responsabilidad de cuidar de sus lenguas y de sus culturas asociadas,
sin desconocer las ajenas y respetando a los restantes idiomas y
civilizaciones.
Porque no fueron los políticos quienes mejor definieron
qué era la patria, sino los poetas. Ilustres rapsodas dictaron
versos gloriosos como "mi patria es mi lengua", "mi patria es mi
infancia", “mi patria es la Tierra”,… Qué
fácil es proclamar con ellos las mismas verdades: MI PATRIA
ES… la memoria, o el pensamiento, o mi hogar, o una nube, o la
intemperie, o un baúl de recuerdos en el desván, o el
huerto de mi abuela,…
Cómo no compartir con Baudelaire que "mi patria es mi
infancia", o con Antoine de Saint-Exupery que “La infancia es la
patria de todos”. Este axioma es reiterado por pensadores con
Rainer María Rilke, “la verdadera patria del hombre es su
infancia” o Miguel Delibes, “la infancia es la patria
común de todos los mortales, de ahí que el lector se
identifique de inmediato con un personaje infantil sea de donde
sea”.
Muchos literatos, desde tiempos remotos, señalaron otro
aspecto prosaico -pero innegable- de qué entendemos a veces como
patria. Aristófanes manifestó que “allí
donde se está bien es la patria” y Benjamín
Franklin que “allí está mi patria, donde mi
libertad”. Múltiples proverbios apuntan en la misma
dirección, desde los aforismos franceses “para un
comerciante la patria es la bolsa (o su bolsillo)”, hasta el
adagio árabe “el pobre es un extranjero en su
patria”, destacando el apotegma sueco que “la patria
está allí donde uno es útil”.
La patria es un concepto noble, pero el patriotismo mal entendido
ha sido causa de muchas aberraciones bélicas cuando es un
instinto que odia, y no una virtud que prefiere. Guy de Maupassant
escribió que “el patriotismo es el huevo de donde nacen
las guerras” y Samuel Johnson que “el patriotismo es el
último refugio de los canallas”. Inaceptable es cualquier
patriotismo que empuja al campo de batalla para matar o morir, en lugar
del amor a lo propio que nos enseña a vivir en comunidad con los
próximos y con los lejanos.
La inmensa mayoría de nosotros somos pacíficos y
creemos, desde las incontables y peculiares identidades
patrióticas y desde la individual libertad, que el respeto mutuo
entre personas, lenguas y culturas nos hace más grandes y libres
a todos los seres humanos. Suscribimos también las palabras de
Séneca, “amamos la patria no porque sea grande, sino
porque es nuestra” y las de Fatos Arapi, “donde me halle,
soy un pedazo del paisaje de mi patria”.
En estos tiempos de interculturalidad e inmigraciones masivas,
allí donde cada persona constituye su familia, allí
está su verdadera patria. Todos podemos parafrasear a
François Mitterrand cuando dijo que “Francia era su patria
y Europa nuestro futuro”. Ojalá pronto cada uno tenga su
patria pequeña y “el mundo sea el futuro de toda la raza
humana”.
En medio del actual plurilingüismo prima más la
máxima de Alfred Tennyson “quien más ama a su
patria es el mejor cosmopolita”, que la desafortunada frase de
Eça de Queiroz, “una prueba de patriotismo es hablar mal
cualquier idioma que no sea el nuestro”.
Creo sinceramente que mi patria se escribe con minúscula,
como algo importante pero nunca de valor absoluto. Mi patria
convencional probablemente la comparto sólo con uno o dos
millones de personas, pero mi Patria Grande, que puede ser la Patria de
todos, se llama Inocencia, Tiempo y Vida.
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